Seísmo en el sur de Marruecos

Una de las primeras imágenes que permanecen en la memoria del sur marroquí son las
casbas (Tighremet en amazigh) y los ksours. Son altas y esbeltas fortificaciones
amuralladas de tierra cruda, algunas sobriamente decoradas con bandas geométricas.
Hay algo magnético en estas murallas terrosas, algunas con torres cuadrangulares en sus
ángulos. Su fuerza expresiva está en sintonía con la majestuosidad de la montaña.
Rodeadas por crestas completamente descarnadas, se percibe una fuerza viva en los
estratos de roca que asoman por las laderas. Aquí, hace centurias, se reproducía un
ecosistema tribal: esclavos, bereberes, árabes, que profesaban el islam o el judaísmo.
Todas estas casbas hechas con la técnica del tapial configuraban un complejo sistema de
alianzas y enfrentamientos. La modernidad junto a la colonización trajo otro modo de
vida, pero aún quedan todavía sus signos, estas construcciones terrosas en ocasiones
rodeadas de palmerales, donde se dibujan líneas rectas proyectadas sobre el firmamento.
Junto a estos edificios conviven casas de hormigón y barro, unas agrupadas, otras
dispersas, de difícil acceso, debido a lo intrincado del territorio. De esta arquitectura
también tenemos ejemplos en la península: en Bollullos de la Mitación-de ladrillo- o la
torre de Bétera, en Valencia.
En este contexto arquitectónico, el Gran Atlas sufre (aún hay réplicas) el terremoto del
pasado día 9 de septiembre. Y es bastante raro: los sismólogos no esperaban algo
semejante. Se cree que es a causa de una falla inversa. Estos tipos de accidentes son
capaces de generar montañas. No hunden el terreno, sino que lo elevan. El temblor
también sometió a tensiones a la mítica Kutubiyya de Marrakech, la gemela de la
Giralda, la torre de la impresionante catedral de Sevilla, cuyas manzanas doradas
(yâmûr) atravesadas por un eje vertical se derrumbaron en 1356 tras el terremoto en la
capital hispalense.
Desde todas partes han ofrecido ayuda inmediatamente. La celeridad es apabullante y la
UME ya está allí. Marruecos ocupa un puesto de honor en el “concierto de las
naciones”, es el gran amigo: los intereses del país vecino son calcados a los de
“Occidente”, de ahí la sincronía del país magrebí con las naciones del Consejo General
del Golfo. Marruecos es uno de los nuestros, tanto como Turquía, país que sufrió una
auténtica catástrofe tras el seísmo de febrero del 2023.  
Felipe VI ya ha declarado su desolación, mientras centenares de mensajes llegan a
Rabat. Tras el desastre, surge el inevitable mantra: “Necesitamos un Marruecos estable”.
“Son precisas más reformas”. “La ayuda no llega”. “El rey lleva 19 horas
desaparecido”. “El país retrasa la ayuda internacional”. “Las construcciones de barro no
aguantaron el seísmo”. “La comunidad internacional expresa su solidaridad…”.
Los rescates son difíciles por el complicado acceso a las aldeas y poblaciones, a lo que
hay que añadir la precariedad de las casas de barro, madera y paja. Es evidente: no están
hechas para soportar un terremoto de 7 en la escala Richter, aunque tampoco las casas
de hormigón. En todo caso, la posibilidad de construir viviendas anti-seísmos en las
profundidades del Atlas es extraña. Un temblor de esta intensidad también puede dañar
cualquier ciudad europea construidas en hormigón.
Un terremoto no es ni justo ni injusto. Es un accidente de la naturaleza que sigue sus
propios patrones, independiente de la acción política de un Estado o los deseos de los
individuos. Sin embargo, humanizar las catástrofes es natural. Sucedió con aquella

riada hace un par de décadas en el Hayeb, que arrastró enormes bloques de piedra,
coches y hasta autobuses: fue un castigo divino debido a la corrupción. Otra catástrofe
fue la de 1960 en Agadir (5,8 de la escala Richter): 15.000 almas se fueron al cielo.
Hace apenas 19 años que otro terremoto dañó Alhucemas (2004). Fallecieron cientos de
personas.
La respuesta del gobierno en este caso es acorde a su eficacia, las ayudas y su capacidad
para recuperarse. Pero en Marruecos hay un factor esencial: la generosidad. Seguro
que las casas de las zonas rurales del Atlas están literalmente abiertas a los necesitados.
Basta una petición de ayuda.
Los escombros han sepultado a inocentes y familias completas: esto no tienen una fácil
restauración. No hay poder del Estado que llegue o repare las auténticas pérdidas. Son
las vidas las que no vuelven. Todos, sin embargo, entienden el valor de la arquitectura
efímera: es caduco y de fácil reproducción. Las casas de hormigón no volverán a
erigirse si no es por voluntad de sus propietarios o la acción de los poderes públicos. Es
probable que este terremoto haga más fuerte al pueblo marroquí; las ciudades siguen su
ritmo frenético sin descanso, aunque en cada calle se lamentan por lo sucedido. Se
puede hablar de reconstrucción de las casas o del patrimonio ancestral; será como una
reinvención del pasado. Lo más difícil de todo es restaurar la memoria de las familias
destruidas.

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