Durante las últimas décadas, los judíos procedentes del este de Europa han construido un imperio a su imagen y semejanza, en especial, a través del cine y la televisión. En palabras de la directora Jill Robertson «los inmigrantes judíos rusos vinieron de los shtetls (pueblos) y guetos a Hollywood… En este lugar mágico, sin relación alguna con su realidad, se decidió crear una aristocracia oriental… El sueño americano es una invención judía».
Los acontecimientos de los últimos tiempos ofrecen una imagen diferente del judío prestamista dedicado a los negocios. El cine y la televisión no precisan de la usura y, además, ofrecen formidables oportunidades de autorrepresentación.
Este proceso de transformación está asociado a la creación de la koiné del movimiento sionista, protagonizado por colonos europeos. Sin embargo, esta teatralización televisada presenta obvios inconvenientes, como es la filmación por parte de los palestinos de crímenes inimaginables desde el establecimiento del Israel moderno. De momento, estas grabaciones son de poca utilidad, salvo para constatar la apatía y el desinterés que generan en la res pública.
La emancipación de los arquetipos más negativos de los judíos se refuerza tras la creación de los kibutz, a comienzos del siglo XX, cuando el idealismo de la comuna llega a la tierra prometida, de mano de jóvenes idealistas. Sin embargo, el sueño por alcanzar la paz en estos nuevos jardines va aparejado a la defensa de la profecía en un limes en expansión. Y para ello, es preciso ir armado, defender la tierra, matar si es preciso. Es la recreación del hombre de frontera, el que avanza, defiende y conquista en un mundo extraño que le es hostil. Este proceso presenta una paradoja irresoluble; puesto que el colono avanza en una actitud expansiva, no defiende lo recién conquistado, sino que pasa al ataque y acoso de los palestinos a los que pretenden convertir en sirvientes. De estos se espera que, como ilotas, crucen sus fronteras temporalmente para servir a los nuevos propietarios.
Entre las figuras de la política más destacadas que moldearon con sus propias manos la utopía kibuztiana en tierra santa están Bernie Sanders, Noam Chomsky, Josep Borrell o Ed Miliband. ¿Qué les impulsó a ello? ¿Cómo asumieron la creencia de una tierra sin un pueblo para un pueblo sin tierra? Este bucle no satisface a nadie ¿Están las etnias sujetas a la tierra? ¿A qué se debe este ultra conservadurismo del terruño? ¿Son las etnias de estirpe religiosa?
En el escenario del Israel moderno (1948) se ha creado una imagen de sí mismos alimentada por un fantasioso ejercicio de la imaginación que asocia una etnia inexistente engastada en una mitología étnica y racial. Sin embargo, los judíos actuales son una amalgama de personas que o bien profesan la religión judía o que sus ascendentes por vía materna fueron judías con un probable origen romano, de comunidades latinas convertidas, de Oriente Próximo o jázaras, es decir, un mestizaje propio de la especie humana.
Sin embargo, el origen múltiple de la comunidad hebrea no se ve reflejado en el escenario cinematográfico donde se deslizan las sombras chinescas. En estas imágenes del absurdo, aparecen todavía individuos arrebatados por la gracia divina del pueblo elegido, idealistas con la pretensión de un solo estado o dos estados (algo de facto casi imposible) y más de dos millones de árabes con pasaporte hebreo. ¿Cómo resolver estas contradicciones?
No existe un pueblo elegido con un título de propiedad celestial. Un pueblo dotado de la gracia de Dios inscrita en su ADN no goza del respaldo del sentido común. Es un insulto a la ciencia de la razón y la sinrazón, y contradice la nobleza de los valores defendidos por las personas dotadas de intelecto.
Entonces… ¿A qué se debe este escabel ofrecido a los israelíes que profesan el sionismo? ¿Por qué este apoyo sin restricciones? Estamos atrapados en una obra de ciencia ficción.
El intento de vincular a Israel con el judaísmo es la base de esta sorprendente alquimia protagonizada por los elegidos: del desierto esterilizador hasta el vergel hidropónico hay un vano que es preciso sortear. Es natural, pues, concebir urbes vegetales y rascacielos autosuficientes como ciudades estado en el estéril Cercano Oriente. La fuerza transformadora del genio creativo es más arrolladora cuanto más desolación presenta el paisaje intervenido. ¿Cómo aquellos judíos pobres de las estepas rusas fructificaron en la Meca de la ilusión cinematográfica o el vergel de la Jerusalén mítica? He ahí el prodigio.
La historia del Israel moderno es un mantra que funciona como la canción del verano, aunque reproducida durante las cuatro estaciones: han transformado el desierto en una rebosante fuente de agua mientras las hordas palestinas resecan el terreno. He aquí la alquimia del retorno a la tierra prometida, por lo que el maná de la democracia se desparrama sobre el auténtico pueblo semita, los palestinos, de la mano del pueblo elegido. Es una democracia por orden imperial; o Abbas o Mordor sobre una Gaza destruida para regocijo de los auténticos «antisemitas».
Se puede considerar que estas apreciaciones arriba expresadas manifiestan cierta ira y rencor. Sin embargo, tanta impunidad es la causa de ello; ¿Qué consideración tienen de sí mismos los hebreos con cédula de habitabilidad concedida por el tío Sam? Su préstamo ha sido preconcedido porque son clientes ejemplares.
¿Qué orgullo es capaz de arrebatar viviendas, tiendas, casas, negocios, vidas con plena impunidad? ¿Dónde está su registro de la propiedad? No está en sintonía con el derecho civil. ¿Qué impresión ejerce hoy sobre los políticos jacobinos esta sinrazón? Es tal su soberbia que incluso se permiten humillar a aquellos árabes con pasaporte israelí.
Solo un pueblo así, con este pedigrí, goza de estas licencias. Además, cuentan con el falso sentimiento de culpabilidad después de los crímenes de la 2ª Guerra Mundial. Pero la clave de este edificio de impunidad está en las creencias protestantes dispensacionalistas. Estos evangélicos son su pilar, el sostén milenarista que ansía la parusía, la suya, la propia, la que sin remedio parece arrastrar a los pueblos que se niegan a aceptar la preeminencia de sus iglesias.
Esta interpretación evangélica que otorga la supremacía del Estado sionista tiene varias lecturas, y casi se soslayan. Es más fácil considerar que las causas del conflicto se producen por el gas en las costas de Gaza, las disruptivas nuevas rutas de la seda americanas o la pesadilla del Gran Israel. Sin embargo, el auténtico soporte del Nuevo Israel es el evangelismo protestante. Este es el combustible que agita las creencias y las guerras. El pacto de los evangélicos con el estado sionista presenta tres teorías: un solo pacto; la iglesia es el destino final. Sus promesas están recogidas en el Antiguo Testamento. En segundo lugar, la tesis de los dos pactos; o teoría del reemplazo extremo: puesto que los judíos rechazaron al mesías, Dios sustituye a Israel por la iglesia gentil y, por último, el dispensacionalismo, la más popular. Esta última tesis fue imaginada por el pastor británico John Nelson Derby. En síntesis, el pastor interpreta las sagradas escrituras como un proceso histórico milenarista, una suerte de literalismo que carcome las metáforas y alegorías de unos libros sagrados compuestos en clave simbólica durante centurias (esto es, la Biblia). Para los dispensacionalistas toda interpretación pasada se vincula con la llegada del Cristo (la parusía). El destino de la Iglesia e Israel es diferente. Así es; la Iglesia para Derby no era el nuevo Israel. En síntesis, para esta modalidad de evangélicos, es preciso la existencia del Israel actual para que se cumplan las profecías, lo que pasa por la reconstrucción del Templo, un conflicto terrible en Jerusalén y una serie de desastres de lo más perturbadores, aunque necesarios para el mantenimiento del «Israel étnico» (Mateo 24 y Daniel 9).
Toda esta complejidad milenarista se interpreta desde la óptica cristiana estadounidense, lo que también tiene su contraparte en aquellos países de tradición islámica que profesan el sionismo de un modo soterrado, con el fin de sobrevivir, so pena de ser excomulgados y privados del maná del Plus Ultra.
Todas estas visiones forman parte del imaginario de individuos completamente desconectados de la razón. La cuestión es si para admitir el absurdo de la etnia, raza y los derechos milenarios sobre tierra santa es necesario sacrificar el sentido común. No existe una raza ni una etnia judía o palestina. La historia es un proceso complejo de entradas y salidas de pueblos, ideas y religiones. En ocasiones, de seres que desean vivir y retuercen la realidad con el fin de mantener sus privilegios a costa de los desposeídos y humillados en su propio hogar. A tal punto de corrupción se llega.